Editado
y publicado en El Comercio 24-11-02, p. A47
Autor
Juan Monroy Galvez
Jurista
No hay peor ciego que el que quiere ver, dice Bryce, y tiene mucha razón.
Para negarle a la realidad su cotidiana dosis de sinceridad solo es
suficiente inventar un cuento y luego ponerse a vivir dentro de él,
como en Oz. Esto es lo que viene ocurriendo con aquello que llamamos
derecho. Estamos tan persuadidos por lo que hacemos en su nombre -como
única manera de expresar nuestra profesión- que no alcanzamos
a descubrir nuestra extraordinaria capacidad para inventar la realidad
o, por lo menos, para permitir que otros lo hagan con nuestra complacencia.
En clase, por ejemplo, nos persuaden de que el derecho o es público
o es privado, según participe o no el Estado de la relación
o situación jurídica. Contrastada la idea con la realidad,
esta nos demuestra que esa división responde a una línea
artificial e inexistente como dato empirico, aunque sirva impecablemente
para manipular las ideas y declarar que es público o privado
lo que convenga. Los libros clásicos enseñan también
que los derechos son personales o reales, según un sujeto se
relacione jurídicamente con otro o con las cosas. Pensando la
segunda opción, descubrimos que salvo que cultivemos alguna forma
de animismo (creencia en la espiritualidad de las cosas, propia de las
culturas primitivas) no hay manera de que el derecho -ciencia social-
estudie la relación entre un hombre y un objeto, a no ser que
los comentarios sobre los derechos reales se reduzcan a relatos fetichistas.
Esto significa que participamos de la vigencia de un derecho legendario;
es decir, de un conjunto de conocimientos que evaden, sistemáticamente,
referirse a la sociedad contemporánea y a sus problemas.
El derecho privado (el Código Civil, por ejemplo) sigue empeñado
en regular las relaciones individuales, 'olvidándose' de que
en las economías modernas la producción, la circulación
y el consumo ocurren a gran escala. No se advierte que los derechos
sobre los que actualmente se presentan las más intensas controversias
son los derechos sociales que, curiosamente, no son ni públicos
ni privados. Pueden ser derechos colectivos si sus titulares pertenecen
a una colectividad que comparte una determinada relación jurídica
(pensionistas, un sindicato) o una específica situación
jurídica (afectados por un tributo) o, difusos, si sus titulares
son indeterminados o indeterminables, aunque unidos por circunstancias
de hecho (viven en la misma zona. consumen el mismo producto, etc.).
Esta perniciosa ficción del derecho privado se proyecta al proceso
civil. Allí la ideología neoliberal, al postular el 'retorno
al libre mercado' o el auge de los 'procesos de privatización',
impone la reducción de la función jurisdiccional del Estado
a niveles mínimos. y en un mercado sin reglas -como en una ciudad
sin ley- surge la pregunta sobre quién se encarga de la tutela
de los derechos fundamentales de los ciudadanos más débiles,
esto es, de los desplazados por el sistema, o sea, de la mayoría.
¿Podría ser el Estado, cuya capacidad de decisión
y planificación ha sido sustraída por la dinámica
de corto plazo del capital especulativo? ¿Será aquel que,
sin pena ni gloria, ha renunciado a concretar el estado del bienestar?
¿Será el mismo Estado que cínicamente incentiva
formas de justicia privada -incluso participa de ellas como parte- ante
la incapacidad de proveer a la comunidad de un sistema judicial mínimamente
eficiente?
Hace años Calamandrei criticaba esa abstracción autopoyética
(conceptualización autocreativa) en que se estaba convirtiendo
en derecho. Cuestionaba el exceso teorizante de juristas que ni por
asomo se refieren, aluden o explican la realidad y sus problemas. En
la lejanía de tiempo y lugar, la advertencia del maestro suena
a profecía. Lo que no pudo imaginar es que a esta sociedad de
la deses peranza -universal y creciente-, le viene de perillas un derecho
vetusto, neutro, aséptico, silogístico y, sobretodo, antisocial